Contemplar tu espalda, dulce y serena, como el suicidio con navajas de rasurar en una bañera de agua caliente. Y tu olor que me insufla los pulmones, me los hostiga con un capital deseo, con una desgarrada urgencia. Percibir como un hipnotizado la línea de tu espalda que va de tu nuca al infinito y de regreso, en una dialéctica que llena de espuma los huesos, que tirita en la punta de los dedos al contacto divino. Tus nalgas, allí, levantadas y duras, orgullosas de su piel tensa como tambor antiguo sonando en los amaneceres en que las señoras van a sacar agua al pozo y agradecen a Dios el milagro de la vida. Observo tus piernas, la parte trasera, los muslos que no dejan de ser de niña, la suavidad de terciopelo de tus piernas que justifican este sentirse sofocado en el calor húmedo que supone tu presencia. Como si tuviera un toro en el pecho, soplo y resoplo, respiro brazas infernales e inundo, de nuevo, mis pulmones con el olor limpio de tu cabello y el perfume natural de tu piel. ¿Qué hacer? Quemo mi incienso a tu patria indomable, me postro ante ti, porque no tengo más Dios que el Dios que hay entre tus piernas; acaricio y beso, entre la urgencia y el delirio, entre la rabia y la devoción. Parpadeo. Saco mi virilidad y de tres encontrones me desvanezco en ti, pierdo la conciencia y la moral, todo decoro. Me persigno con tus gemidos y continuo, dando gracias al Universo por su arquitectura bellísima y por dejarme en el paladar el sabor de las estrellas de tu carne.
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