Estás en mi ceremonia de carne y alcohol, en mi aquelarre de realismo mágico lleno de versos peripatéticos y mitológicos. Hay una iglesia cuarteada, en cada grieta una historia que no alcanzamos a descifrar con las yemas de los dedos. Me siento al piano, comienzo a tocar la overtura de Flying Dutchman.
—¿Será acaso que la música es el lenguaje del infierno?— Te pregunto. Tu rebotas tu corazón contra el suelo, juegas con él como una niña que juega con las bolas de tenis que recogía de su padre muerto.
—Soy tu padre— te digo. Siento tu temblor. Te gustan mis blasfemas desde que somos niños. Estás dentro de mis sueños y estoy a punto de descubrir la miel de tus días; espirales milimétricas que chocan contra la pupila del destino, nubes de dulce que se desmoronan sobre nuestros brazos; yo sigo al piano, tú escuchas más aburrida que entusiasmada.
—¿Será acaso que la música es el lenguaje del infierno?— Te pregunto. Tu rebotas tu corazón contra el suelo, juegas con él como una niña que juega con las bolas de tenis que recogía de su padre muerto.
—Soy tu padre— te digo. Siento tu temblor. Te gustan mis blasfemas desde que somos niños. Estás dentro de mis sueños y estoy a punto de descubrir la miel de tus días; espirales milimétricas que chocan contra la pupila del destino, nubes de dulce que se desmoronan sobre nuestros brazos; yo sigo al piano, tú escuchas más aburrida que entusiasmada.