Tú vienes hacia mí, jacarandosa, creo intuir en tu movimiento el movimiento de todo el universo, la simetría y el contraste, las colisiones de materia que se destruye para formar nueva materia; así tu belleza: parece destruirse y construirse a cada paso. Tus nalgas en un revoloteo que ha herido la edad, elipsis de carne dispuesta, lunas que no dejan de llamar al sol para que brille a media noche. Pasa el espacio, apocalíptico, el calor hace que cristalinas gotas de sudor resbalen de tu cuello a tus pechos y se pierden en medio, en esa línea exacta que, más que ser frontera, es traductora de los deseos más prohibidos de cualquier hombre. El espacio que se deshabita de sí mismo, que es ilusión por ilusión sobre quimera. Y así, te abres, me buscas. Exploras, descubres mi erección, la dureza de una vida desvainada en plena revolución para cortarle la garganta a quien sea. La palpas, sientes las venas enloquecidas, sopores de calor centralizados en la punta del glande; no hay esfuerzo, se desliza limpia en tu interior, como el puñal del asesino perfecto, con esa estética de la sangre y el semen, el sudor y el olor que inflama los pulmones de pólvora quemada, de campos minados y exploraciones militares. Te digo que ambos somos guerreros, por decir algo, por no perder, no sucumbir a una locura que me acaricia el corazón y prende veladoras a mi voluntad.
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