Te pido una disculpa por escribirte, pero sobretodo por pensarte y por ser yo, por tener la mente tan limitada que tengo y, sin embargo, pensarte dentro de mí, como un proceso neuronal o espiritual, como el flujo mismo de mi sangre. Yo, tan discapacitado, tan roto, tan efímero. Estoy convencido de que no abarco tus signos, de que mis metáforas son meras aproximaciones o tanteos. A veces, creo, incluso, como afirman algunas teorías físicas, que me alejo de ti, para sacudir un lado del universo y del otro lado te llegue una caricia. O intencionalmente digo lo que no eres, para decirte, o digo que te digo para decir el trigo y así decirte. Te pido una disculpa por las palabras que se me desbordan y los silencios que se quedan, o viceversa, por los silencios que se me desbordan y las palabras que se quedan. Algunas palabras y algunos silencios, aunque no lo creas, tienen vida propia y se quedan aunque los corra o se van aun que los apriete a mi vida con tanta fuerza como si fueran mis propios huesos. Te pido una disculpa, de nuevo, por arrojarme a la libre interpretación de lo imposible, por tratar de desentrañar el misterio sin tocar jamás su núcleo, pero sobretodo por desearte y por ser yo tan poquita cosa y por sentirme incluso superior a cualquier Dios cuando juzgo, indiscriminadamente, las palabras que aparecen y las que se ocultan, las que consuelan, enamoran, provocan, bailan, juegan. Pero sobretodo, perdón por escoger los silencios, los huecos, las fracturas, las desgarraduras, los arañazos, las aporías y los rencores. Perdón porque toda escritura es un escamoteo, porque para ser justos, las palabras sólo borran y la goma, en cambio, siempre revela.
Te acuso de ser tú por todas partes y aun así hacerte querer, de hacerme blasfemar al decir que mi único Dios son tus piernas y mis únicos ángeles tus pies. Llena eres de gracia, vodka y cocaína. Te acuso de seguir siempre la inercia de la destrucción, como un asteroide sinérgico y sensual, de ser fértil y terrenal, como la diosa Gea, de ser prohibida y perfecta, como libro del marqués de Sade escrito en el siglo XVIII, de ser revolucionaria, como un suicida que reniega de su destino cósmico. Te acuso de ser, entre otras cosas, la dominatrix de mis sueños, la seductora de mis rimas, la profesora de mis fantasías más depravadas, la esclava de mi libido, mi pulsión de muerte, mi Roma incendiada, mi ritual de Dionisio; de ser poesía, te acuso, de ser plastilina musical, de que el origen del universo esté entre tus piernas.
Me acuso de perderme en tu contemplación como en un éxtasis blanco, de que seas mi Nirvana y mi Satori, la iluminación de todos y cada uno de mis nervios. De ser tu cómplice, tu amigo, tu coartada, de darlo todo por ti y quererte mucho más de lo que debería. Pero también me acuso de tener treinta años y aun dormir con la mano en mi sexo, pensando en ti, completamente complacido, como si fuera un colegial estúpido y rebelde. Me acuso de pasar el tiempo imaginando las cosas y pocas veces haciéndolas; estoy lleno de simulacros y noches heridas de soledad, me acuso de haberte convertido en mi manto estelar. Te acuso de estar consciente de ti misma, de saber jugar tus cartas desde antes que el juego se inventara, de hacerme desear lamer unos tacones por primera vez en mi vida. Belcebú te salve, dulce desmadre, desmadre de discordia. Te acuso de saber volar, como un águila o un colibrí, de ser amazónica y guerrera, como una arcaica cavernícola, de ser precisa y letal, como un logaritmo del infierno para el ajedrez del cielo, de llenar las almas con tu alma, como una femme fatale que injerta su afrodisíaco veneno en cada célula del cuerpo. |
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